miércoles, 11 de septiembre de 2013

FRANKESTEIN

Una espinita tenía clavada con el clásico imperecedero de Mary Shelley; desde la facultad era un libro del que siempre andaba detrás debido a una magnífica asignatura que me pille llamada transmisión mítica en la literatura occidental. Me gusto mucho el argumento y la historia en sí, me parecía interesante eso de jugar a ser Dios, el mito de Prometeo y tal. Pero por unas razones o por otras nunca lo conseguía,  bueno para que os voy a engañar, siempre fue la misma: dos veces me compre el libro, dos veces lo perdí por ir borrachuzo y dejármelo por ahí. La de libros que habré perdido por esa manía de llevármelos a todos lados. Menos mal que han inventado móviles con Internet y ya tengo con que entretenerme en los depresivos viajes de vuelta a casa en transporte público, tras alguna borrachera infame.
El caso es que tras leerme la primera páginas, que solían coincidir con la biografía de  Mistress Shelley, mi interés se iba acrecentando, sip, como habéis podido imaginar, esta buena señora tuvo una vida que por si misma ya sería narrable, entre el drama, la aventura, el amor maldito en un ambiento lleno de bohemia y aventuras, el sueño húmedo de cualquier aspirante a estrellado del rock que se precie; en fin, una señora fascinante sin lugar a dudas. Así, que como ya sabéis, amiguitos, no hay mal que cien años dure, y al fin pude leerme Frankestein sin ningún imprevisto. Pero como suele pasar en estos casos, en los que uno tiene las expectativas tan altas, pues sucede como con muchos regalos de reyes o como los conciertos de los Stiff Little Fingers: termine un tanto decepcionado. Y eso que mi buen amigo Alfredo, ejerciendo de pájaro de mal agüero, me aviso, pero nada, yo ni caso; me dije, no puede ser, este tiene que ser un librazo del copón, pero no, no fue así, el porque, intentaré explicarlo seguidamente.

El libro empieza con muy buena pinta, con el típico viajero del siglo XIX, que busca encontrarse a si mismo a través de aventuras a remotas regiones, en este caso el polo norte, nos da cuenta de ello por medio de cartas que le va enviando a su hermana, y así termina recogiendo al Dr. Frankenstein, nuestro moderno Prometeo, quien procede a contarle su terrible historia, y no digo terrible porque de mucho miedo, sino más bien por el doctor es un pesado del copón, un llorón que no hace más que darnos la brasa con sus conflictos filosóficos varios. Al igual que en culebrones tales como Gossip Girls o Beverly Hills, nuestro doctor es un pijazo del copón que viene de la muy pija suiza, como además de pijos, los suizos son calvinistas, en vez de darse a la mala vida y al folleteo, nuestro franki se enamora castamente de su hermana adoptiva y marcha para Alemania, al igual que nuestros licenciados patrios, donde como buen metódico calvinista y debido a la (nefasta) influencia de los clásicos, se dedica a crear su propio ser humano, la cosa no sale bien del todo y le sale un hermano calatraba mezclado con luchador de pressing catch. El tío en vez de aceptar que su invento no le ha quedado muy presentable (como suelo hacer yo, cuando me da por hacer una sopa castellana), se da el piro, dejando a su creación, con una empanada curiosa, por ahí danzando.

Lo que viene a continuación es un bucle, nuestro doctor todo el día con fiebres y remordimientos y nuestra criatura practicando el más puro do it yourself (aprende a comer, a vestirse, leer, mear y cagar por su cuenta). Pronto el bicho este se da cuenta de que todo el mundo le rechaza por feo de cojones y en un arrebato de ira se carga al hermanito del doctor, provocando la desesperación de este. Pronto se encuentran, el bicho le cuenta su vida al atribulado doctor y le pide un favorcillo, una pititi hecha a su imagen y semejanza, ya que esta muy claro que el pobre con lo poco agraciado que es pues no se va a comer un mojón y parece ser que el bicho este salió con la libido a niveles normales cuanto menos. Nuestro creador acepta, y a partir de aquí entramos en la parte más coñazo del libro.

Poco después a nuestro protagonista le asaltan las dudas y los remordimientos, en vez de despreocuparse y construirle la parejita, comienza a meterse en berenjenales ético-morales sobre la responsabilidad, las obligaciones, la ética y blablabla, para al final cargarse a la señora de su ahijado feucho, pero claro, su creación le pilla in fraganti y se monta la marimorena y no les cuento más. En definitiva, podemos decir que lo normal era ponerse de parte del monstruo, el pobre es un marginal, un solitario, un incomprendido debido a su aspecto, pero es que además es culto y espabilado, por lo que su sufrimiento es doble, no obstante, el engendro este también es un pesado de cojones, no tiene los rasgos arios de la gente de su entorno pero sí que se le han pegado la cursilería, la manía de enfrascarse en chapas filosóficas y en marear la perdiz.


En definitiva, un libro el de la señora Shelley, que si bien me ha decepcionado un poco, ahonda en esa idea tan vieja que son las consecuencias que conlleva el querer jugar a Dios y la manía que tenemos los despreciables seres humanos de juzgar negativamente a los que son distintos, por lo tanto desagradables a la gran masa informe, anónima y estúpida que conforma nuestras sociedades occidentales. Pero eso ustedes ya lo saben, y aunque de boquilla digan que esta mal, seguro que alguna vez ha soñado con construirse un pibón o machote que le satisfaga o se han reído del clásico pazguato al que se le caían los mocos en su clase e iba en chándal todos los putos días. Sip, lo han adivinado, yo era/soy uno de esos.