“Ferragus, Jefe
De Los Devorantes”, Honoré De Balzac.
Baroja decía, en
un diario personal que narra algunos de sus años en París, que no había grandes
novelistas en el siglo XX, y jugaba, deleitado, a imaginar al estremecido
público francés que leía Ferragus, Jefe
de los Devorantes, en sus lúgubres casas, pobremente alumbradas con
lámparas aceitosas, un siglo antes. Algo estremecedor, ni lo duden. Para él, el
género moría, pues no se conseguía crear lo necesario para dotar a la novela
del misterio necesario que atrapa lectores.
Melancólicas y
peliculeras impresiones aparte, Balzac está reconocido como puntilloso narrador
de escenas cotidianas, y buen conocedor del alma humana y sus más recónditos
recovecos. Es, como cualquiera, producto de su tiempo. Nacido tras la Revolución , y criado
durante el Primer Imperio, con el ínclito Napoleón a la cabeza de una Francia
ofensiva, guerrera, que conoció valores más románticos, heroicos e idealistas,
los cuales echaría de menos, en posteriores tiempos de Restauración borbónica. Todo
esto hizo mella en la vasta obra de Honoré, y la dotó de una belleza de forma y
fondo, de una riqueza descriptiva y análisis social, que le entroncan con los
naturalistas franceses, y con Zola, su representante más ilustre.
Primeramente,
referir que esta novela es la primera parte de una trilogía llamada “La Historia de los Trece”, junto con La
Muchacha de los
Ojos de Oro, y La Duquesa de Langeais. Es una obra breve, escrita
en torno a 1830, que rebosa de amor profundo (y enfermizo, porque no decirlo) y
palpitante, con unas amplias dosis de intriga.
Uno de los
mayores puntos del libro es, sin duda, la capacidad de descripción que el autor
tiene para presentar la ciudad de París al lector. Una ciudad analizada, a
través de sus calles, sus edificios, su iluminación, y la condición de su
gente, que sirve así mismo, como una soterrada crítica social, puesto que
involucra tanto al burgués, como al cortesano, al estudiante como al burócrata.
Aquí, Balzac, se recrea en desentrañar sus propias visiones de ese periodo
histórico que atañe a Francia, desde la caída del “absolutismo” (1789) a la
citada Restauración, con duras palabras para una sociedad sometida a unos
cambios radicales, en corto espacio de tiempo.
Auguste de Maulincour, joven oficial de la Guardia Real , apasionado
amante, sensible en extremo, y perseguidor infatigable de un amor puro, e
inocente, se topa de bruces con una trama, que a todas luces le viene grande,
tras los oscuros y equívocos pasos de Madame
Clémence Jules, una delicada dama de la burguesía, sin pasado aparente,
pero con un presente bien solidificado en brazos de su marido, Monsieur Jules Desmarets. Un matrimonio
feliz, cuya existencia y razón de ser, es también pormenorizado por el autor
con un deleite similar, a la disección que hace de las capacidades amatorias
femeninas, y de las que salen levemente bien paradas, dicho sea de paso.
En todo esto, se
mezcla un tipo misterioso, Ferragus.
Procedente de oscuras y místicas sociedades secretas, manipulador extravagante,
ilusionista de lo ambiguo, que se mueve como un fantasma por esas calles
atiborradas de claroscuros. La imprudencia del militar precipita una cascada de
hechos, imposible de frenar y que salpican a un leve elenco de personajes
secundarios que desarrollan, a la vez, un retrato filosófico del pensamiento de
la época.
Un final
apocalíptico, impresionante, como una tormenta encerrado tras las grandes
vidrieras góticas de la mismísima Notre-Dame, hacen de este libro una lectura
muy recomendable.
Aún al final de la
novela, hay espacio para la crítica mordaz e indeterminada, que tan bien sabe
colocar el autor, entre el desarrollo de la acción:
“La legalidad constitucional y administrativa no da a
luz nada; es un monstruo infecundo para los pueblos, los reyes, y para los
intereses privados; pero los pueblos solo saben deletrear los principios
escritos con sangre; ahora bien, las desgracias de la legalidad serán siempre
pacificas. Aplastan a la nación, eso es todo.”
Pierre Caruty
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